
domingo, 28 de junio de 2009
FIESTA FIN DE CURSO.

jueves, 25 de junio de 2009
GRAN FIESTA CIERRE GRUPOS DE LECTURA

RECITAL MARIO BENEDETTI-IDEA VILARIÑO.
Este va a ser nuestro último acto. La gran fiesta despedida del verano porque nos vamos de vacaciones. Volveremos en septiembre.
El acto será en Torrente, en un entorno inigualable, la ermita de San Salvador. Allí nos encontraremos a las 21.00 en el camino de la ermita. Prometemos una velada inolvidable comentando, leyendo y recitando a estos dos grandes de la poesía. Aquí va nuestro pequeño homenaje.
jueves, 4 de junio de 2009
Nuevo libro de Julio Llamazares, Las lágrimas de San Lorenzo.
PRÓXIMA PUBLICACIÓN DEL LIBRO DE JULIO LLAMAZARES. LAS LÁGRIMAS DE SAN LORENZO.
Ya tenía ganas de leer una novela de Julio LLamazares. Ya que desde el Cielo de Madrid, allá por el 2005, los seguidores incondicionales de este escritor no habíamos tenido la oportunidad de disfrutar con su magistral prosa. Durante la espera he tenido el placer de disfrutar con su libro de viajes, Las rosas de piedra y con su antología de poesía, Versos y ortigas, pero aún así, echaba de menos al Llamazares novelista, aunque no sólo.
La próxima novela promete y mucho, parece que Julio vuelve a la prosa-poética que te envuelve creando un mundo lleno de cromatismo en una historia que te atrapa profundamente, dejándote sin aliento. Y es que esa es la esencia de la gran literatura, la literatura con mayúsculas, la que Llamazares despliega de forma magistral en La lluvia amarilla y Luna de lobos. ( De estas, profundizaré en otra ocasión, ya que podría escribir ríos de tinta).
El título Las lágrimas de San Lorenzo, es en sí mismo lírico. Al igual que la historia, que dará comienzo la noche de San Lorenzo en Ibiza. Bajo un cielo oscuro, un padre y un hijo verán la lluvia de estrellas y empezarán a vagar por sus recuerdos.
Mientras esperamos, os dejo un artículo que publicó recientemente en El país, que sugiere aspectos que podría desarrollar en el libro.
Gracias, ÍDOLO.
Chusa Garcés.
REPORTAJE: VERANEO INTERIOR
Las lágrimas de San Lorenzo
JULIO LLAMAZARES 14/08/2005, El país.
Como toda liturgia, el verano interior tiene también sus ritos, esas fechas y esos actos que engranan como un rosario el devenir de los días de los veraneantes y que le dan un discurso y una estructura a sus vacaciones. Si ya éstas son amorfas y vacías de por sí; si ya el verano es un gran estanque en el que el agua alimenta babas y ovas de todo tipo y especie; si la apatía nutre su naturaleza, ¿qué no sería, además, si el verano no tuviera, para ir desarrollándose y avanzando, una liturgia concreta que lo convierta en un calendario? La llegada al lugar de las vacaciones, las fiestas, las excursiones, las visitas a la familia o de los amigos, las meriendas campestres o los paseos de atardecida o de anochecida cumplen una gran función, al margen de por sí mismos, como relato de las vacaciones. Sin ellos, éstas serían un tiempo muerto.
Pero el verano interior, como el de la playa, tiene también sus ritos particulares. Ritos que le dan sentido y que ocupan y entretienen a la gente, a veces sin que ésta se dé cuenta tan siquiera. Se trata, al fin, de combatir el aburrimiento, de hacer algo para no morir de hastío, de agarrarse a un clavo ardiendo con tal de no seguir sentados hora tras hora bajo la parra del corredor o debajo de la sombra del ciruelo o de la higuera, en el jardín. La gente, en general, no soporta no hacer nada, por más que ésa y no otra sea la condición del veraneante. Y por eso necesita inventar cosas, ya sean reales o imaginarias, como las fiestas.
Las fiestas son al verano lo que los sábados al invierno: ese tiempo esperado y compulsivo en el que el aburrimiento da paso a la irrealidad y el tiempo se detiene o se dispara, según casos. Hay fiestas en las que éste, acelerado por los acontecimientos, se convierte, en efecto, en una montaña rusa, con las cosas sucediéndose a toda velocidad, y otras en las que, por el contrario, se detiene bruscamente de repente hasta el punto de que a veces uno tiene la impresión de estar viviendo fuera de él, por más que siga corriendo en el calendario. Es lo que ocurre con esas fiestas que se prolongan durante días, más allá de lo normal, y es lo que pasa con esos ritos que, a base de repetirse, acaban por parecernos el mismo de cada año. Lo que no quita para que el veraneante los espere con impaciencia y para que se entregue a ellos como si fuera la primera vez.
De entre los ritos del veraneo, el único que uno comparte (más por su emoción poética que por lo que significa para la mayoría) es el de salir al campo la noche de San Lorenzo para ver la lluvia de estrellas. O las lágrimas del santo, como se dice con más fortuna en algunas partes. Me gusta tumbarme en plena noche bajo el cielo, lejos de la luz del pueblo, para ver cómo caen las estrellas sobre la línea de un firmamento que normalmente esa noche está tan tersa como la de la vida. Suele ser noche sin luna, oscura, sin viento al fondo, y, salvo los aviones y las luciérnagas, nada rompe su inmovilidad. Por eso las estrellas, que, ésas sí, cumpliendo con la tradición, se desplazan continuamente de un lado a otro del cielo, convierten éste en un espectáculo que el veraneante del interior agradece, a falta de otros que lo entretengan.
Pedir un deseo
Con cada estrella que se desliza hay quien pide un deseo o un pensamiento y quien se acuerda de los que ya no están. Con cada brillo que cruza el cielo hay quien recuerda otras noches y quien se olvida hasta de la que está viviendo. Porque la sensación que da, mirando las estrellas temblar allá en lo alto, es que la vida es mucho más frágil de lo que nos parece a la luz del día, que la fugacidad del tiempo es mayor de lo que sospechamos normalmente y de lo que estaríamos dispuestos a aceptar. La noche de San Lorenzo, con sus lágrimas fugaces cayendo sobre un mundo que a esa hora mira al cielo o se divierte, con el olor del tomillo o del cereal emborrachando a unos y a otros, con la brisa suavizando las aristas del horizonte y del pensamiento, parecen lágrimas que derrama un dios sin nombre ni rostro por nuestra propia fugacidad.
Pero el veraneante no suele pensar en ello. O, si lo hace, se lo calla para sí. La noche de San Lorenzo, el veraneante del interior, ese al que la melancolía devuelve una y otra vez a los mismos sitios, a los mismos paisajes de su infancia y su memoria, a los lugares que más y mejor conoce, prefiere imaginar que el verano es infinito y que esa noche se repetirá mil veces, si no éste, sí en próximos veranos. Por eso sigue mirando al cielo sin preocuparse, como si las estrellas fueran luciérnagas o aviones de pasajeros (y como si el firmamento fuera un espejo y no el decorado por el que se deslizan), y por eso, cuando regresa a casa después de horas, a veces con el día ya anunciándose a lo lejos, vuelve con la sensación de haber sido inmortal por otra noche, de haber vivido una noche única, de haber traspasado el tiempo. Un tiempo que, mientras tanto, se ha detenido por un instante como a él le gustaría que se detuviera también el suyo y este verano incipiente, recién inaugurado y estrenado pero que se acerca ya a su ecuador.
Luego llegarán las fiestas. O antes. O al mismo tiempo, que a san Lorenzo se le celebra en muchos lugares, al margen de sus lágrimas de estrellas pasajeras y fugaces. Llegarán las fiestas, las excursiones, las comidas familiares en casa o en el restaurante ("¿qué tal los niños?", ¿"cómo te va en el trabajo?", "¿te jubilas o todavía te queda?"...), las visitas obligadas a ese lugar tan bonito que hay que enseñar al grupo de amigos, la participación en las actividades culturales del lugar, que alguien se encarga siempre de organizar para no parecer un indiferente, la colaboración en el arreglo de la ermita o del cementerio, que se caen y hay que evitarlo... El veraneante del interior, con mayor o menor disposición, va pasando de una a otra actividad con obediente docilidad, enhebrando en su verano las costumbres y los ritos ya sabidos hasta que, cuando se da cuenta, comienza a ver el final de agosto y, lo que es peor, el de sus vacaciones. Lo hace ya tarde, cuando el verano está terminando y cuando ya apenas tiene tiempo de volver la vista atrás para intentar atrapar el tiempo o por lo menos para aprovecharlo más.
Repetir ritos
Pero le pasa todos los años. Le pasa cada verano y le seguirá pasando, porque el verano es eso precisamente: una lluvia de estrellas pasajeras, de lágrimas de San Lorenzo que se deslizan a toda prisa para satisfacción del mundo, que no sabe o no quiere entender adónde va. Si lo sabe, lo calla para no temblar de miedo, y si no lo quiere entender, lo oculta para que no le llamen cobarde. Al veraneante interior le han llamado cobarde muchas veces, si no explícita, sí implícitamente, por empeñarse en repetir ritos, por agarrarse al rigor freudiano de sus orígenes familiares, por conformarse con su felicidad de pueblo, tan distinta de la de la aventura o de la de la aglomeración playera, pero eso no le importa porque él no está de acuerdo con esa visión tan simple de su verano; al contrario, se cree el más valiente por atreverse a enfrentarse al tiempo en lugar de escapar de él, como hacen los otros. Pero ahora sabe que su cobardía es cierta. Cuando agosto se desliza poco a poco hacia su ocaso, cuando septiembre asoma sus barbas rubias por detrás de las fiestas patronales y los fuegos, cuando la música del verano empieza a ajarse como la fruta seca, el veraneante del interior siente el vértigo del tiempo y la cobardía de no enfrentarse a él y entonces vuelve sus ojos a San Lorenzo, a esa noche tan hermosa que hasta el tiempo se detiene para ver caer las estrellas. A esa noche en la que el mundo, cansado de tantas vueltas, se para por unas horas y se queda inmóvil y a oscuras, con el cielo convertido en un estanque en el que los desaparecidos brillan como luciérnagas y los astros toman nombre de personas o de deseos.
Ya tenía ganas de leer una novela de Julio LLamazares. Ya que desde el Cielo de Madrid, allá por el 2005, los seguidores incondicionales de este escritor no habíamos tenido la oportunidad de disfrutar con su magistral prosa. Durante la espera he tenido el placer de disfrutar con su libro de viajes, Las rosas de piedra y con su antología de poesía, Versos y ortigas, pero aún así, echaba de menos al Llamazares novelista, aunque no sólo.
La próxima novela promete y mucho, parece que Julio vuelve a la prosa-poética que te envuelve creando un mundo lleno de cromatismo en una historia que te atrapa profundamente, dejándote sin aliento. Y es que esa es la esencia de la gran literatura, la literatura con mayúsculas, la que Llamazares despliega de forma magistral en La lluvia amarilla y Luna de lobos. ( De estas, profundizaré en otra ocasión, ya que podría escribir ríos de tinta).
El título Las lágrimas de San Lorenzo, es en sí mismo lírico. Al igual que la historia, que dará comienzo la noche de San Lorenzo en Ibiza. Bajo un cielo oscuro, un padre y un hijo verán la lluvia de estrellas y empezarán a vagar por sus recuerdos.
Mientras esperamos, os dejo un artículo que publicó recientemente en El país, que sugiere aspectos que podría desarrollar en el libro.
Gracias, ÍDOLO.
Chusa Garcés.
REPORTAJE: VERANEO INTERIOR
Las lágrimas de San Lorenzo
JULIO LLAMAZARES 14/08/2005, El país.
Como toda liturgia, el verano interior tiene también sus ritos, esas fechas y esos actos que engranan como un rosario el devenir de los días de los veraneantes y que le dan un discurso y una estructura a sus vacaciones. Si ya éstas son amorfas y vacías de por sí; si ya el verano es un gran estanque en el que el agua alimenta babas y ovas de todo tipo y especie; si la apatía nutre su naturaleza, ¿qué no sería, además, si el verano no tuviera, para ir desarrollándose y avanzando, una liturgia concreta que lo convierta en un calendario? La llegada al lugar de las vacaciones, las fiestas, las excursiones, las visitas a la familia o de los amigos, las meriendas campestres o los paseos de atardecida o de anochecida cumplen una gran función, al margen de por sí mismos, como relato de las vacaciones. Sin ellos, éstas serían un tiempo muerto.
Pero el verano interior, como el de la playa, tiene también sus ritos particulares. Ritos que le dan sentido y que ocupan y entretienen a la gente, a veces sin que ésta se dé cuenta tan siquiera. Se trata, al fin, de combatir el aburrimiento, de hacer algo para no morir de hastío, de agarrarse a un clavo ardiendo con tal de no seguir sentados hora tras hora bajo la parra del corredor o debajo de la sombra del ciruelo o de la higuera, en el jardín. La gente, en general, no soporta no hacer nada, por más que ésa y no otra sea la condición del veraneante. Y por eso necesita inventar cosas, ya sean reales o imaginarias, como las fiestas.
Las fiestas son al verano lo que los sábados al invierno: ese tiempo esperado y compulsivo en el que el aburrimiento da paso a la irrealidad y el tiempo se detiene o se dispara, según casos. Hay fiestas en las que éste, acelerado por los acontecimientos, se convierte, en efecto, en una montaña rusa, con las cosas sucediéndose a toda velocidad, y otras en las que, por el contrario, se detiene bruscamente de repente hasta el punto de que a veces uno tiene la impresión de estar viviendo fuera de él, por más que siga corriendo en el calendario. Es lo que ocurre con esas fiestas que se prolongan durante días, más allá de lo normal, y es lo que pasa con esos ritos que, a base de repetirse, acaban por parecernos el mismo de cada año. Lo que no quita para que el veraneante los espere con impaciencia y para que se entregue a ellos como si fuera la primera vez.
De entre los ritos del veraneo, el único que uno comparte (más por su emoción poética que por lo que significa para la mayoría) es el de salir al campo la noche de San Lorenzo para ver la lluvia de estrellas. O las lágrimas del santo, como se dice con más fortuna en algunas partes. Me gusta tumbarme en plena noche bajo el cielo, lejos de la luz del pueblo, para ver cómo caen las estrellas sobre la línea de un firmamento que normalmente esa noche está tan tersa como la de la vida. Suele ser noche sin luna, oscura, sin viento al fondo, y, salvo los aviones y las luciérnagas, nada rompe su inmovilidad. Por eso las estrellas, que, ésas sí, cumpliendo con la tradición, se desplazan continuamente de un lado a otro del cielo, convierten éste en un espectáculo que el veraneante del interior agradece, a falta de otros que lo entretengan.
Pedir un deseo
Con cada estrella que se desliza hay quien pide un deseo o un pensamiento y quien se acuerda de los que ya no están. Con cada brillo que cruza el cielo hay quien recuerda otras noches y quien se olvida hasta de la que está viviendo. Porque la sensación que da, mirando las estrellas temblar allá en lo alto, es que la vida es mucho más frágil de lo que nos parece a la luz del día, que la fugacidad del tiempo es mayor de lo que sospechamos normalmente y de lo que estaríamos dispuestos a aceptar. La noche de San Lorenzo, con sus lágrimas fugaces cayendo sobre un mundo que a esa hora mira al cielo o se divierte, con el olor del tomillo o del cereal emborrachando a unos y a otros, con la brisa suavizando las aristas del horizonte y del pensamiento, parecen lágrimas que derrama un dios sin nombre ni rostro por nuestra propia fugacidad.
Pero el veraneante no suele pensar en ello. O, si lo hace, se lo calla para sí. La noche de San Lorenzo, el veraneante del interior, ese al que la melancolía devuelve una y otra vez a los mismos sitios, a los mismos paisajes de su infancia y su memoria, a los lugares que más y mejor conoce, prefiere imaginar que el verano es infinito y que esa noche se repetirá mil veces, si no éste, sí en próximos veranos. Por eso sigue mirando al cielo sin preocuparse, como si las estrellas fueran luciérnagas o aviones de pasajeros (y como si el firmamento fuera un espejo y no el decorado por el que se deslizan), y por eso, cuando regresa a casa después de horas, a veces con el día ya anunciándose a lo lejos, vuelve con la sensación de haber sido inmortal por otra noche, de haber vivido una noche única, de haber traspasado el tiempo. Un tiempo que, mientras tanto, se ha detenido por un instante como a él le gustaría que se detuviera también el suyo y este verano incipiente, recién inaugurado y estrenado pero que se acerca ya a su ecuador.
Luego llegarán las fiestas. O antes. O al mismo tiempo, que a san Lorenzo se le celebra en muchos lugares, al margen de sus lágrimas de estrellas pasajeras y fugaces. Llegarán las fiestas, las excursiones, las comidas familiares en casa o en el restaurante ("¿qué tal los niños?", ¿"cómo te va en el trabajo?", "¿te jubilas o todavía te queda?"...), las visitas obligadas a ese lugar tan bonito que hay que enseñar al grupo de amigos, la participación en las actividades culturales del lugar, que alguien se encarga siempre de organizar para no parecer un indiferente, la colaboración en el arreglo de la ermita o del cementerio, que se caen y hay que evitarlo... El veraneante del interior, con mayor o menor disposición, va pasando de una a otra actividad con obediente docilidad, enhebrando en su verano las costumbres y los ritos ya sabidos hasta que, cuando se da cuenta, comienza a ver el final de agosto y, lo que es peor, el de sus vacaciones. Lo hace ya tarde, cuando el verano está terminando y cuando ya apenas tiene tiempo de volver la vista atrás para intentar atrapar el tiempo o por lo menos para aprovecharlo más.
Repetir ritos
Pero le pasa todos los años. Le pasa cada verano y le seguirá pasando, porque el verano es eso precisamente: una lluvia de estrellas pasajeras, de lágrimas de San Lorenzo que se deslizan a toda prisa para satisfacción del mundo, que no sabe o no quiere entender adónde va. Si lo sabe, lo calla para no temblar de miedo, y si no lo quiere entender, lo oculta para que no le llamen cobarde. Al veraneante interior le han llamado cobarde muchas veces, si no explícita, sí implícitamente, por empeñarse en repetir ritos, por agarrarse al rigor freudiano de sus orígenes familiares, por conformarse con su felicidad de pueblo, tan distinta de la de la aventura o de la de la aglomeración playera, pero eso no le importa porque él no está de acuerdo con esa visión tan simple de su verano; al contrario, se cree el más valiente por atreverse a enfrentarse al tiempo en lugar de escapar de él, como hacen los otros. Pero ahora sabe que su cobardía es cierta. Cuando agosto se desliza poco a poco hacia su ocaso, cuando septiembre asoma sus barbas rubias por detrás de las fiestas patronales y los fuegos, cuando la música del verano empieza a ajarse como la fruta seca, el veraneante del interior siente el vértigo del tiempo y la cobardía de no enfrentarse a él y entonces vuelve sus ojos a San Lorenzo, a esa noche tan hermosa que hasta el tiempo se detiene para ver caer las estrellas. A esa noche en la que el mundo, cansado de tantas vueltas, se para por unas horas y se queda inmóvil y a oscuras, con el cielo convertido en un estanque en el que los desaparecidos brillan como luciérnagas y los astros toman nombre de personas o de deseos.
lunes, 25 de mayo de 2009
CIERRE DEL GRUPO DE LECTURA EN ONTIÑENA
CENA PARA DESPEDIR UN CURSO CARGADO DE LIBROS INTERESANTES:
Parece que fue ayer, y ya han pasado siete años desde que comenzamos esta andadura vital. Durante este tiempo hemos compartido lecturas, experiencias, y mucho más.

Durante los nueve meses hemos leído libros tan interesantes como La pianista, de Elfriede Jelinek, El pez dorado, de Le Clezio y Bariloche de Andrés Neuman. Nos despedimos, no sin antes, recomendar las lecturas del verano para comenzar el nuevo curso. Los deberes son leer a Shakespeare, todo lo que apetezca, pero obligatoriamente El mercader de Venecia para la vuelta en septiembre.
Y como no sólo de literatura vive el hombre, en este caso, la mujer. Las chicas decidieron que nada mejor para culminar un curso cargado de emociones ficcionales, pero también reales, que una buena cena. Y así fue...
Parece que fue ayer, y ya han pasado siete años desde que comenzamos esta andadura vital. Durante este tiempo hemos compartido lecturas, experiencias, y mucho más.
Durante los nueve meses hemos leído libros tan interesantes como La pianista, de Elfriede Jelinek, El pez dorado, de Le Clezio y Bariloche de Andrés Neuman. Nos despedimos, no sin antes, recomendar las lecturas del verano para comenzar el nuevo curso. Los deberes son leer a Shakespeare, todo lo que apetezca, pero obligatoriamente El mercader de Venecia para la vuelta en septiembre.
Y como no sólo de literatura vive el hombre, en este caso, la mujer. Las chicas decidieron que nada mejor para culminar un curso cargado de emociones ficcionales, pero también reales, que una buena cena. Y así fue...
Gracias por todo, chicas.
Chusa, coordinadora del grupo.
GRUPO DE LECTURA MONZÓN
miércoles, 20 de mayo de 2009
HASTA SIEMPRE, MARIO.

Esta semana nos dejó uno de los grandes poetas, renovadores del lenguaje. Sin más, un gran maestro capaz de dialogar con nosotros, de conmovernos.
Benedetti está dotado de la sabiduría de llegar al pueblo, transmitiendo la profundidad del amor con todos sus matices, desde la sencillez del lenguaje que conecta con los lectores,
Mario Benedetti nos acompañará siempre, porque sus pensamientos e ideas, aquellas surgidas de poemas capaces de conmovernos se enraizan en lo más profundo de nuestras entrañas y allí son alimentadas por la necesidad de seguir leyendo.
PARA CONOCER A LA PERSONA DE MARIO, OS DEJO UN FRAGMENTO DE SU VIDA, NARRADO POR ÉL MISMO.
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domingo, 3 de mayo de 2009
charla-coloquio con Ramón Acín

“la literatura y la vida”
CANDASNOS
16 DE MAYO
BIBLIOTECA PÚBLICA
Organiza: “Por amor a la lectura”
Patrocina: Comarca del Bajo Cinca/Baix Cinca
Colabora: Ayuntamiento de Candasnos.
RAMÓN ACIN , “la literatura y la vida”, charla-coloquio. Candasnos, 16 de mayo de 2009
Esta claro que Ramón es una persona en la que literatura y vida se encuentran indisolublemente unidas.
Ramón nació en Piedrafita de Jaca en 1952, aunque durante su juventud le gustaban más las ciencias que las letras, siempre estuvo muy próximo al mundo de la literatura, por su gran afición a la lectura. El azar le llevó a estudiar Filología en Zaragoza y desde ese momento surgió el amor profundo e incondicional que tiene por la literatura. Los siguientes pasos en su vida han ido siempre de la mano de su gran pasión, como profesor y catedrático, editor, escritor en sus múltiples géneros, descartando sólo la poesía y el teatro, crítico y fundador del programa “Invitación a la lectura”, que se encarga de poner en contacto a los escritores con los lectores.
Ramón aceptó la invitación de “Por amor a la lectura” y estuvo con nosotros/as, dejando otros compromisos. En una tarde entrañable, el autor habló de todos sus aspectos creativos, poniendo de manifiesto, una vez más que su labor es indispensable en este “mundillo”.
Sobre su tarea de editor reseñó que la novela que convence a Ramón Acín tiene que tener una sólida estructura, con unos personajes profundos y una historia que vaya más allá de lo lineal. Uno de los escritores que le hubiera descubrir es Kafka. ¿ Y a quién no?
Y, descendiendo a las profundidades del averno, le seguimos preguntando cuáles son los premios que le merecen credibilidad, y como acostumbra, sin pelos en la lengua, nos señaló que aquellos que no tienen ningún interés de editoriales detrás.
De su labor como escritor, nos habló, porque le tiramos de la lengua de sus ensayos, especialmente interesante el titulado “Cuando es larga la sombra” en el que con una lúcida, además de crítica reflexión, radiografía el panorama de la literatura y a todo lo que engloba. Sin ningún desperdicio, merece la pena leerlo. Siguiendo su estela creativa pasamos por obras como “Cinco mujeres en la vida de un hombre”, “Siempre nos quedará París” y “Muerde el silencio” de las que contó cómo surgieron, así como, la importancia que tenía el paisaje como personaje literario.
Por último, nos habló de algunas de las anécdotas que le habían ocurrido con los más grandes escritores/as que ha conocido en sus muchos kilómetros que lleva rodados con el programa de “Invitación a la lectura”.
Para tod@s los asistentes fue una clase magistral sobre literatura y el mundo literario desde la cercanía y la humildad de un hombre sabio.
Gracias Ramón.
Chusa Garcés.
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